Eso es lo que sentía en muchas ocasiones al pasar por la calle Genaro Garza García. Para entrar a esta recta debes antes dejar atrás la transitada avenida Eugenio Garza Sada, grandilocuente arteria, soberbia, exultante, que cada día ve pasar infinidades de individuos perdidos en su camino en busca de algo tan lejano y a la vez tan cercano.
Lo encontré en la calle Genaro Garza García. En lo más ínfimo de la subida, humilde y abandonada, dañada por la acción inhumana, sucia y descuidada. Tras un mecánico y un carrito de venta de tacos varias 'barracas' se alineaban con sus paredes de madera o chapa y sus techos indefensos al tiempo y la naturaleza. Subiendo llegabas a mejores hogares, más acomodados; como si la misma carretera nos clasificara a los tipos de familias según los niveles de bienestar. Abajo, donde antes se inunda la calle, lo pobre, lo bajo. Arriba, como en un atril, lo rico, lo alto, lo bueno. Y en medio allí estaban ellos.
Un grupo de niños y niñas que descalzos jugaban y reían. Unos pequeños que crecían en medio de la tristeza, del horror, en medio de la nada, porque nada tenían. Enfrente, su madre, abandonada por su marido, sobreviviendo vendiendo víveres, luchando para ella y los pequeños.
Y allí estaban ellos. No me pregunten por qué, porque no lo sé. Pero verlos me hacía feliz. Me regalaban su alegría, la compartían conmigo, sólo con sus sonrisas. Son destellos de felicidad. No la busqué, pero la pelota llegó a mis pies. Es la calle Genaro Garza García. Hoy lo he recordado. Tampoco sé por qué. Y nunca, nunca, nunca, lo olvidaré.
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